LA MONTAÑA RUSA LLAMADA CAPITALISMO
Reinaba por doquier una sensación de precariedad, tanto en el mismo gobierno como entre sus benefactores y víctimas. Los obreros y trabajadores en general sentían igual que los acomodados la fragilidad del orden público.
Todo marchaba bien en el país aparentemente; había paz casi completa [...] Todo eso era verdad; pero también lo era que no había nada preparado para lo porvenir, y que la sociedad, advirtiendo que la paz y el bienestar que disfrutaba no tenía sólido fundamento, sentíase muy inquieta y no veía más que oscuridades y peligros para el día en que don Porfirio llegase a faltar [...] Los pueblos tienen duración ilimitada, y no pueden contentarse con buenas situaciones efímeras; necesitan las estables, duraderas [...][1]
El diputado Francisco Bulnes, agudo observador de la realidad nacional, tenía razón, pero fueron las oscilaciones del capitalismo mundial y no la muerte de Díaz las que resquebrajaron fatalmente la fachada del orden porfiriano. Aunque la real expansión económica y la novedad del cambio habían absorbido por cierto tiempo una parte de la tensión, la economía empezó a correr por una montafía rusa después de 1900, lo cual condujo al desorden y culminó en
La dictadura de don Porfirio no se deslizó hacia el abismo de una manera continua, sino que descendió a saltos y sacudidas. Los breves restablecimientos no tardaban en sufrir los embates y en ser ahogados por reversiones que el Presidente no podía dominar, aunque sí se le achacaba el empeoramiento de las condiciones. Una marcada devaluación de la moneda y la depresión mundial en 1890-1894 casi llevaron a México al caos, pero el ministro de Hacienda, Limantour, redujo el gasto público y aumentó los impuestos lo suficiente para mantener a flote al país hasta que el siguiente movimiento ascendente pudiera estimular la confianza y las inversiones. Unos cuantos anos después, México volvía a retroceder. Allá por 1903, eran muchos los mexicanos que habían empezado a perder la fe en el régimen. Los márgenes de beneficio se habían reducido para los acomodados, y los pobres se habían hundido más aún en la pobreza, la desesperanza y los desafueros.[2]
Después de 1900, los países más industrializados gozaban, si bien con cierta inquietud, de nuevas condiciones comerciales que favorecían a los productos manufacturados frente a las materias primas. Las minas mexicanas producían más, pero con lo que producían se podía comprar menos. Los empresarios nacionales modernizaban sus instalaciones, eliminaban empleos y en el proceso sacaban del mercado a los competidores. El creciente costo de materias primas como el algodón y las limitaciones de un mercado del consumo empantanado en la vida de subsistencia, recortaban mucho las ganancias. El crecimiento comercial e industrial anual continuaba, pero a un ritmo más lento a medida que finalizaba la década. Las recesiones recurrentes golpeaban la tambaleante economía, y la crisis de la plata, que iba en aumento, y el pánico financiero mundial de 1907 iban empujando al país hacia la.crisis.[3]
Hasta mediado el siglo XIX, México era el principal productor de plata del mundo. 80% de toda la plata en circulación provenía de México, pero en Estados Unidos hubo descubrimientos de minas, después de 1860, que redujeron bastante la hegemonía de México e hicieron bajar los precios de la plata. La reducción del ingreso en México se intensificó después de 1870, cuando una nación tras otra adoptaban el patrón oro. La plata se fue depreciando en relación con el oro entre 1873 y 1902, y cosa peor aún para México: padeció fluctuaciones tan caprichosas que ocasionaron una inflación y dieron al traste con la planificación presupuestaria.[4]
Los precios cambiaban diariamente, dependiendo del comportamiénto de la plata frente al precio del oro, y los mexicanos de todos los niveles pagaban las consecuencias. La ganancia de 15% en la inversión en plata en 1890 se redujo, por los declinantes valores de ésta, a sólo 4% para 1905. Una importación por la cual en 1877-1878 un mexicano pagaba 89 cents costaba 40% más en 1911. Medido por el rasero del dólar, el peso bajó de par a 50 cents en ese mismo período. Las cobijas que costaban 3.45 dólares cada una en Estados Unidos se pagabán a 6 dólares en México. El café costaba tres veces más en México que en Estados Unidos, y la leche dos veces más. Un galón de petróleo costaba 12 cents en Estados Unidos y 40 en México. Un trabajador estadunidense ganaba por lo menos cinco veces ,el salario de un trabajador mexicano comparable. Las rentas y el alimento subieron muy por encima de la capacidad de los mexicanos comunes y corrientes; un obrero tenía que trabajar seis meses para comprarse una cama. Los trabajadores ya no podían comprar mantequilla, azúcar, cerveza ni café, sino sólo tortillas, cebollas, chiles y pulque. Para muchos resultaba ya más ventajoso pedir limosna que trabajar.[5]
El costo de la vida para el mexicano común y corriente fue aumentando lenta e irregularmente, pero para los más acomodados subía rápidamente y a grandes trancos. Las tiendas pequeñas cerraban por quiebra y los salarios del nivel medio no bastaban para su acostumbrado tren de vida, buena parte del cual comprendía artículos importados. Las reducciones financieras costaban a los burócratas sus empleos, y los agricultores de producción comercial no podían permitirse la adquisición de máquinas. Los capitalistas en agricultura tropical, henequén y ganado vacuno, que vendían sus productos en oro y pagaban su mano de obra en plata, salían ganánciosos. Pero los empresarios del ferrocarril, que pagaban en oro el material rodante y recibían pagos de pasaje en plata, iban hacia la bancarrota. El temor de que uno u otro magnate estadunidense, como Edward Harriman, pudierá comprar a los tambaleantes inversionistas ferrocarrileros y establecer un monopolio de las comunicaciones nacionales, hizo a Limantour, en 1905, negociar con varios inversionistas el dominio mexicano sobre las líneas principales Era bueno para México, pero mala señal. Los empresarios extranjeros se habían dado cuenta de que era arriesgado invertir en México.[6]
La inflación, la enorme deuda nacional y el frenético saqueo de los recursos nacionales para reducir la brecha del intercambio con el extranjero llevaron a México hacia el patrón oro en 1905 y estabilizaron por breve lapso los negocios, pero dejaron al país precisamente mucho más vulnerable a las tormentas económicas internacionales. Cuando ocurrió el pánico financiero mundial de 1907, los bancos y las agencias de inversiones cancelaron los préstamos y redujeron el crédito. Limantour mandó a los bancos mexicanos estrechar su línea de crédito y recoger las hipotecas pendientes. Los hacendados acostumbrados a préstamos fácilmente renovables se encontraron atrapados con deudas infladas y los pequefios comerciantes perdieron su fuente de crédito. Una depresión en los precios mundiales del henequén arruinó a los cultivadores de Yucatán. El mercado internacional del cobre y otros metales se derrumbó, y para el otoño de 1907 cientos de mineros habían quedado sin trabajo en Hidalgo, Durango, Sonora y Oaxaca. Tan sólo Pachuca tuvo doce mil mineros desempleados deambulando por las calles desesperados y frustrados. El cierre de la fundición American Smelting and Refining, de la empresa Guggenheim y de las minas de cobre de Río Tinto dejó sin empleo a casi otros dos mil trabajadores en Chihuahua. La economía del estado se tambaleó al recibir el golpe. En 1909, los comerciantes de Chihuahua comunicaban ventas de 10-30%. La producción de plata disminuyó allí l4%. En otras regiones las fábricas de textiles se fusionaron, para después hundirse en la bancarrota. Los propietarios trataron de impedirlo recortando los salarios y reduciendo la cantidad de fuerza dc trabjo. Estas reducciones dejaron sin empleo a los mexicanos no sólo en su propio país sino también en Estados Unidos.[7]
Don Porfirio estaba hondamente conturbado. Se calculaba que unos veintidós mil mexicanos habían emigrado a Estados Unidos, para trabajar, en la temporada 1906-1907; ahora regresaban en su mayor parte con las manos vacías. Las compañías estadunidenses pagaban el pasaje en tren a los mexicanos hasta El Paso; desde allí, los desempleados caminaban con su amargura a cuestas los
Para entonces, ya se habían manifestado graves estallidos de violencia que eran un reto a la autoridad porfiriana; los mineros del cobre en Cananea, los trabajad6res textiles en Río Blanco, los campesinos de los alrededores de Acayucan y los liberales radicales en Viesca. Los rurales se esforzaban en sofocar la cosa, y cuando no podían, el ejército se encargaba de dar su despiadada respuesta al desorden con una represión brutal y sangrientas lecciones. La dura mano del dictador en respuesta a la incipiente agitación indicaba la estrechez de su visión nacional. Seguía viendo las condiciones contemporáneas como un caudillo militar de mediados del siglo pasado y no como un progresista del siglo xx. La modernización tal vez afectara a don Porfirio, pero no lo hizo cambiar. Siempre había desempeñado el papel de patrón benévolo, y profesado y aun dado muestras de preocuparse por sus paisanos del común, al mismo tiempo que sacrificaba el verdadero bienestar de éstos en beneficio de los capitalistas que mantenían su dictadura personal. El único alivio para el pueblo, la única apariencia de justicia, era la apelación directa al dictador, que respondía con impulso político inmediato. Algunos auguraban mejoría para el hombre común, pero la mayoría no. Y a medida que las condiciones fueron empeorando y las víctimas se fueron organizando, los ruegos se transformaron en quejas, después en demándas y luego en protestas.[9]
Don Porfirio se mostraba compasivo, pero no mejoraba nada; si acaso proponía soluciones, que no lo eran, envueltas en beatería. A medida que el desorden arreciaba, el dictador optaba por la fuerza más que por la transigencia; cambio de estilo y talante que acabaría por costarle la presidencia. La obsesión que tenía por la sedición al final se adueñó de él. Naturalmente, primero habíá empleado la fuerza bruta. Pero las tragedias de Tomóchic y Papantla habían ocurrido después de una larga y genuina búsqueda de transacción. Ahora era diferente: nada de transigencias. Aplastar a los rebeldes. Para la mayoría de los mexicanos, la fuerza inflexible fue mucho más allá de lo que el pueblo estaba acostumbrado a ver en su gobierno. El gobernante quebrantaba su contrato con ellos. La crueldad se unía a la brutalidad y lanzaba un grito de combate en el momento en que los obreros de las fábricas se estaban organizando y empezaban a plantear sus quejas.
Los altibajos de la economía mexicana, el pueblo que perdía en la lucha contra la inflación, y los apremios de los congresos católicos por un lado y los propagandistas anarquistas por el otro, lanzaron a los proletarios de la nación a la militancia en la primera década del siglo que empezaba. Los trabajadores como clase estaban desorganizados, pero de fábrica en fábrica tenían mucho en común: salarios bajos, deducciones arbitrarias, normas de seguridad ineficaces, ninguna prestación de salud ni contra accidentes, jornadas de trabajo de quince horas, reglas opresoras de las compañías, castigos inmerecidos, tratamiento preferente a los extranjeros y burdas intrusiones en su vida privada.[10]
Las sociedades de ayuda mutua y aun las huelgas todavía no alcanzaban mucho relieve. En 1900, por ejemplo, las reducciones salariales en la mayor fábrica de textiles de Puebla fueron causa de una huelga que se difundió rápidamente a las plantas vecinas. Más de tres mil obreros descontentos dejaban el trabajo. Los líderes laborales pedían al gobernador que se ocupara del caso, pero él se negó y tras de dos semanas de rumiar su descontento, los trabajadores volvieron a sus telares e hilados sin que nada hubiera cambiado. Pero las crecientes dificultades forjaron sindicatos, y para 1906 los obreros textiles de Orizaba habían formado el Gran Círculo de Trabajadores Libres y estaban difundiendo su organización por los estados vecinos.. Mucho más al norte, en Cananea, Sonora, los trabajadores del cobre,
En mayo de 1906, la gerencia supo que los mexicanos de Cananea pensaban ir a la huelga. Unos policías disfrazados de campesinos se mezclaron con los mineros y confirmaron que querían un aumento de 2 pesos diarios por una jornada de ocho horas. Los liberales radicales ansiosos de derribar a Díaz soplaban sobre las brasas. El 31 de mayo, rumores de despidos precipitaron una manifestáción ilegal de centenares de mineros y, a continuación, una marcha hacia la sede de la compañía. ¿Disparos? ¿Quién tiró primero? Eso sólo importaba para saber a quién se le echaría la culpa de las consecuencias. Murieron dos capataces estadunidenses, junto con cosa de una docena de huelguistas. La mitad de los policías de la población se negaron a enfrentarse a los alborotadores, y así se recurrió al gobernador Rafael Izábal, que radicaba en Hermosillo, la capital del estado.
Izábal movió todas sus palancas. Lo único qúe sabía era que había que mantener el orden o responder ante el Presidente, y entonces metió a 40 rurales en un tren y se dirigió a Cananea por Naco. También envió un telegrama al jefe militar de la zona, el general Luis Torres, pidiéndole refuerzos; envió a las tropas de seguridad del "ruso loco", Kosterlitsky, galopando por el desierto de Magdalena hasta el lugar de los hechos, y solicitó la ayuda de Estados Unidos -quizá militar, pero para algunos civil-, aunque después lo negó. Todos convergían en Cananea.
Unos doscientos estadunidenses, armados y furiosos: doctores, abogados, borrachos, parientes de los que trabajaban en Cananea, el propio Greene y Tom Rynning, que mandaba los rangers de Arizona, se unieron al gobernador en Naco. La llegada de los estadunidenses empeñados en dar una lección no hizo más que empeorar las cosas en Cananea. Y allá estaban frente a frente cientos de huelguistas beligerantes y los gringos, ansiosos de pelea, con los rifles listos y alguna bala silbando por encima. Los rurales montados formaban la única barrera entre ellos. Kosterlitsky había solido cooperar con Rynning a ambos lados de la frontera, pero Cananea era un asunto estrictamente mexicano. Kosterlitsky ordenó a los gringos que se fueran para su casa y, aunque de mal humor, volvieron a su tren y salieron de México. Los rurales y el ejército detuvieron a los mineros y les confiscaron las armas. Calma en Cananea.[13]
En la ciudad de México, don Porfirio estaba enojado y alarmado. Los acontecimientos de Cananea, complicados por la intrusión estadunidense, habían dejado a la dictadura una mala fachada nacional e internacional. El Presidente tenía que saber la verdad para decidir qué había que tapar, pero el retorcido Izábal envió tantas explicaciones contradictorias que sólo consiguió enmarañar más las cosas. Díaz se concentró en dos problemas: 1] ¿qué hacer con los presos?, y 2] ¿cómo explicar satisfactoriamente la intervención estadunidense? Izábal y Torres aconsejaban ejecuciones políticas. "Es una buena ocasión para castigar a los periodistas [que habían apoyado la huelga]." Pero don Porfirio sabía qué hacer: "Es imposible fusilar a los agitadores, porque eso causaría una conmoción en el país. Digan al juez que les aplique la sentencia máxima y los envíe a San Juan de Ulúa." [14] El viejo dictador todavía era capaz de pensar como un zorro.
Los periódicos mexicanos exigían una explicación de la intervención. Díaz había temido lo peor y había rechazado un ofrecimiento de ayuda militar del gobierno de Estados Unidos, pero los soldados yanquis habían sido trasladados, como medida de precaución, del fuerte Huachuca, en Arizona, a Naco. El dictador, por medio de su vicepresidente, había enviado un cable a Naco, dirigido a Izábal, diciéndole que no aceptara ayuda extranjera de ningún tipo, pero el telegrama llegó demasiado tarde. Izábal iba ya camino a Cananea con el tren cargado de intervencionistas estadunidenses. Don Porfirio urdió una cortina de humo: exigió a Izábal un telegrama donde dijera que los estadunidenses que llegaron a Cananea eran individuos sin organización militar. Que la gente de la frontera siempre llevaba armas de fuego y que Izábal alegara que no tenía facultades para impedir que pasaran a México, pero que cuando llegó a Cananea les impidió participar en los sucesos y les hizo volverse inmediatamente a Estados Unidos.
La mentira se estampó en la cabecera del periódico del gobierno, El Imparcial: "El territorio nacional no ha sido invadido."[15]
Sólo quienes estaban obligados a creer a don Porfirio pudieron haber quedado satisfechos con aquella explicación transparentemente falsa. Un periódico de Orizaba, El Cosmopolita, decía que si bien la penetración del territorio nacional era una cosa, también era cierto "que los mexicanos habían sido villanamente asesinados por yanquis durante la huelga de Cananéa".[16] Los estadunidenses, naturalmente, consideraban que la zacapela había sido en defensa propia. Pero de cualquier modo que se mirara, lo de Cananea era una ignominia para la nación y un ejemplo gráfico de la excesiva autoridad porfiriana. Cananea dio una causa común a los descontentos de la nación. Llevaban mucho tiempo de compartir los mismos problemas, pero sin objetivos comunes; ahora tenían una visión más urgente de un México que respondiera a sus necesidades.
Los políticos radicales hicieron cuanto pudieron para que las cosas no se enfriaran. El Partido Liberal, con sus dirigentes exiliados en Estados Unidos, planeaba rebelarse contra la dictadura el 16 de septiembre de 1906, en conmemoración de la independencia nacional. La fecha pasó sin que sucediera nada, salvo el acostumbrado fervor patriótico, pero diez días después los radicales atacaban la pequeña población de Jiménez, en Coahuila, con la intención de hacer que prendiera un alzamiento nacional. No llegó ayuda, y el ejército pronto desalojó a los rebeldes, pero en los días siguientes se produjeron estallidos menores en Veracruz y Tamaulipas, y los auxiliares de la policía rural acorralaron a los sospechosos cerca de la frontera, en Ciudad Juárez y en Agua Prieta, por ejemplo. Las revoluciones rárameñte tienen un estallido cabal y total, pero echan brotes acá y allá. Díaz cortó los brotes.[17]
Pero la rebelión no moriría. La atmósfera de rebeldía alentaba al pueblo a actuar, a saldar cuentas viejas y a decidirse por algún bando en las nuevas disputas. Unos ciento cincuenta indígenas del cantón de Acayucan, en el sur de Veracruz, donde las nuevas plantaciones de caña exacerbaban disputas de tierras ya enconadas, hicieron una incursión en la comunidad de Soteapa a fines de septiembre. Con piedras, palos y machetes causaron grandes destrozos y le dieron duro a los rurales allí acantonados antes de que éstos los pusieran en fuga con las armas de fuego. Los liberales, sintiéndose apoyados, echaron leña al fuego. A los dos días volvieron los indígenas, esta vez con rifles, y mataron a varios empleados municipales. Se dispersó a los rebeldes, pero consiguieron aliados en Minatitlán, donde era odiado el jefé político por su brutal aplicación de la leva. Los indígenas saquearon las arcas del municipio. de Ixhuaflán, y el desorden hizo erupción en Jaltipan. Los rebeldes recibieron apoyo de unos comerciantes que aprovecharon la ocasión para venderles rifles,y también convirtieron un antiguo cañón naval en un improvisado cañón de campaña. Ahora estaban listos para habérselas con el ejercito —y Díaz los complació—. No se trataba de una querella ordinaria; se trataba de un desafio armado a la autoridad porfiriana, con claras implicaciones políticas de saqueo.[18]
Los combatientes, unos trescientos cincuenta indígenas contra dos-cientos soldados, chocaron el 4 de octubre en Soteapa. El ejército fue quien tuvo más pérdidas, pero ganó el encuentro, y expulsó al enemigo hacia una resistencia guerrillera en una zona tropical. Díaz ordenó que se persiguiera a los indígenas con especial vigor. No los quería dispersos, sino detenidos y castigados, para que la "semilla" de la resistencia ya no pudiera germinar. Se llevaron allá cañones y ametralladoras, pero el material pesado de guerra no suele ser decisivo en las zonas tropicales. Inútilmente los federales pasaron meses tratando de aprehender a los rebeldes, a pesar de que recibieron ayuda de otros indígenas ansiosos, por muchas razones añejas, de poner en un brete a sus paisanos. En efecto, los indígenas parecían más ansiosos que los soldados por capturar a los bandidos-insurgentes. Era inevitable que se produjeran algunos arrestos, no todos de individuos relacionados con los sucesos de Soteapa. El dictador quería ejemplos. El jefe político de Acayucan recomendaba ejecutar a los cautivos, pero el Presidente temía repercusiones y ordenó que se les juzgara en Veracruz, donde el gobernador cambió a los jueces para estar seguro de que el que llevara las causas fuera "activo, inteligente y leal al régimen". Los convictos desaparecieron de una vez por todas, probablemente en los campos de trabajos forzados de Yucatán. [19]
El alzamiento de Soteapa tensó aún más las ya desgastadas costuras de la dictadura. Otra grave ruptura se produjo en enero de 1907 en Río Blanco, donde los trabajadores textiles habían estado aumentando sus demandas y la gerencia estaba lista para pelear. Un alza de 50% en los precios del algodón había reducido tan radicalmente los márgenes de beneficio, que al empezar 1906 los industriales de Puebla redujeron los salarios de sus empleados en las fábricas. Hubo huelgas, contrarrestadas después por un cierre. Don Porfirio sostuvo el derecho de los trabajadores a la huelga pero advirtió que el gobierno tenía la intención de echar mano de "todos sus recursos, toda su organización política, todo su ejército, toda su autoridad" para garantizar que los individuos que desearan ir al trabajo atravesaran los piquetes de huelga para llegar hasta sus máquinas.[20] Como siempre podía encontrarse o inventarse un "trabajador deseoso de trabajar" para anular a los piquetes cuando el gobierno quería provocar un enfrentamiento, los obreros en huelga podían esperar lo peor.
La enconada disputa creció e hizo crisis, y para diciembre casi dos tercios de las fábricas del país estaban cerradas, lo que dejaba sin empleo a treinta mil trabajadores en veinte estados. El mismo Díaz tenía que intervenir. Su arbitraje condujo a una componenda el 3 de enero de 1907, que fue aceptada por los trabajadores de Puebla y Tlaxcala, pero en Orizaba la solución provocó un debate. Cuando los empleados llegaron a la planta de Río Blanco en la mañana del 7 de enero pará empezar su primer día de trabajo en dos semanas, se toparon con compañeros dispuestos a proseguir la huelga. ¿Qué ocurrió después? Empujones, rechiflas, pedradas. Un obrero cayó y fue pisoteado. Gritos de desafio frente a la tienda de la compañía que estaba al otro lado de la calle y después disparos, probablemente hechos por temerosos empleados de la tienda. Los obreros la asaltaron, saquearon y quemaron. Llegó la policía, seis rurales montados dirigidos por el jefe político, Carlos Herrera, pero no hicieron nada para disuadir a los alborotadores. Herrera siguió en la silla y contempló la destrucción. Los rurales, mandados por el teniente Gabriel Arroyo, tampoco se movieron.[21]
Las fuerzas de infantería de la vecina Orizaba pronto contuvieron la agitación en Río Blanco, pero el alboroto resultó contagioso. Los obreros quemaron las tiendas de la compañía en las vecinas Nogales y Necoxtl, pero allí los soldados respondieron con balas. Al terminar la jornada había dieciocho trabajadores muertos y once heridos, y las detenciones sumaron cientos al perseguir el ejército a los espantados oreros y sus familias por las laderas en torno. Entonces Díaz se encargó personalmente del asunto: estaba harto de agitadores obreros.[22]
El general Rosalino Martínez, subsecretario de Guerra, bajó del tren, en Orizaba, en la mañana del 8 de enero con refuerzos de la capital y órdenes del Presidente de castigar con severidad a los dirigentes del tumulto. Iba acompañado del coronel Francisco Ruiz, el verdugo del dictador, que remplazó a Herrera como jefe político. Su objetivo era la represión brutal. Al anochecer, Martínez tenía a seis hombres identificados como los jefes de la huelga, y al día siguiente los mandó ejecutar sin proceso en las carbonizadas ruinas de las tiendas de la compañía que se suponía habían contribuido a destruir. Otros obreros fueron obligados a presenciar las ejecuciones. Como los soldados prosiguieron vigorosamente su redada, las bajas aumentaron. Se decía que los vagones plataforma del ferrocarril llevaban montones de cadáveres qué serían echados en el puerto de Veracruz para pasto de los tiburones. Exageraciones, sin duda, pero los enemigos del gobierno querían desacreditar al régimen cuanto fuera posible. Es probable que a consecuencia de los sucesos de Río Blanco murieran entre cincuenta y setenta personas, y tal vez pasaran de un centenar. Cientos más debieron quedar heridos, y no se puede calcular cuántos terminaron en prisiones y campos de trabajo.[23] Porfirio Díaz había demostrado que no se podía retar su poder sin exponerse a rudas represalias, pero ¿calculó cuánto le costaba eso a su dictadura?
La investigación oficial de las deficiencias del jefe político Herrera y los rurales comandados por Arroyo en el enfrentamiento con los disturbios de Río Blanco se empantanó en mentiras y acusaciones mutuas entre los principales implicados. Herrera decía que Arroyo y éste que Herrera. El jefe político acusaba a los guardias de no haber obedecido sus órdenes de reprimir a los agitadores, pero Arroyo sostenía que Herrera tenía órdenes de que los policías no trataran a los trabajadores con rigor. Había antecedentes de tales sentimientos en Herrera. El gobierno hubiera resuelto aquellas contradicciones en 1890 de modo mucho más enérgico que lo que podía permitirse en 1907. El jefe político tenía un aliado en el gobernador, que era un amigo importante de la dictadura. Por otra parte, no convenía dañar la reputación de los rurales subrayando su renuencia a reprimir los desórdenes. Entonces, los hombres del cuerpo volvieron a sus ocupaciones y Arroyo fue cesado calmadamente. Herrera perdió su puesto de jefe político, pero no el privilegio político en el estado.[24]
El gobierno se cuidaba, pero no podía borrar las manchas de sangre que Río Blanco había dejado en la sociedad, y los mexicanos estaban empezando a llevar cuenta de nuevos incidentes de violencia, como los de Tepames, Velardeña y Oaxaqueña. Los funcionarios porfirianos originaron escándalos sensacionales con sus brutalidades y daban más armas contra el régimen. Es dificil saber si aquellos subordinados estaban siguiendo la visible dirección del dictador o si tales acontecimientos sólo recibían más luz pública a consecuencia de las huelgas. Dos campesinos, los hermanos Suárez, Marciano, de veintiún años, y Bartolo, de diecinueve, fueron ejecutados después de un pequeño encuentro con la policía en Tepames, Colima. La averiguación de los asesinatos se retrasó un año, pero finalmente arrojó sentencias de muerte para el ex jefe de policía del pueblo y tres de sus cómplices culpables por el asesinato de los hermanos Suárez. Es dudoso que las penas llegaran siquiera a determinarse, pero los periodistas no olvidaron a Tepames y lo que simbolizaba. Y así informaban que "Tepames... sucedió de nuevo en [tal y tal lugar]..." y los lectores entendían [25]
Velardeña fue aún más notorio, porque en ese caso se trataba del ejército, de un notable jefe político y de los rurales guardianes de la paz. Como Cananea, Velardeña era una población propiedad-de-una-compañía, que era creación de Guggenheim, inversiones en cobre. Cosa de un millar de mineros, dirigidos por su popular sacerdote, Ramón Valenzuela, desfilaron alegremente por la población en aquella fatídica tarde de abril de 1909, en dirección de los alrededores, donde tenían la intención de quemar una figura de Judas. En realidad se trataba de un encuentro social con una delgada capa religiosa. Por alguna razón, el jefe militar de la localidad, José Antonio Fabián, decidió manifestar su autoridad. Quizá estuviera celoso de la gran estima que sentían los habitantes por el sacerdote. Con cuatro rurales flanqueándolo, Fabián se opuso abruptamente a la procesión por contravenir a las Leyes de Reforma, que prohibían las manifestaciones religiosas fuera de las iglesias. Era una táctica frecuentemente usada por los funcionarios locales que deseaban hacer sentir su peso;
El gobernador de Durango determinó hacer frente por la fuerza. Los subordinados de don Porfirio parecían haber aprendido poco de Cananea, Río Blanco y demás. Todos querían demostrar al dictador que eran capaces de dominar el desórden. Como el jefe de la policía del estado pudo reunir sólo a treinta hombres para ir a Velardeña, el gobernador pidió al ejército sesenta soldados de reluerzo. Se les unieron los rurales, comandados por el teniente Antonio Calvillo. Y un jefe político, Jesús González Garza, se ofreció para coordinar la represión. El gobernador aceptó; decisión fatal, porque era fama que a su gran influencia política González Garza añadía la crueldad. Efectivamente, lo habían trasladado de Puebla a Durango a causa de sus excesos. Ahora iba a ganarse el título de "Tigre de Velardeña".
Cuando llegaron las tropas de seguridad, Velardeña estaba en calma. Se habían producido muchos destrozos, pero los rijosos estaban domados, y sin duda espantados. González Garza decidió que no podía volver a la capital del estado "sin hacer algo". Por consiguiente se designó arbitrariamente a cuarenta y ocho hombres como instigadores del tumulto, y el jefe político escogió a quince de ellos para fusilarlos.
Las ejecuciones se realizaron en los dos días siguientes. Primero un grupo de cuatro, después siete y luego los otros cuatro. Las víctimas, con las manos amarradas por detrás, fueron llevadas a punta de bayoneta hasta el borde de una cepa abierta, y las balas les hacían caeren la fosa común. Los hijos y esposas, histéricos, a pesar de los disparos se mantenían asidos de los acusados. Pero los rurales se aseguraron de que las ejecuciones se hicieran sin interferencia ni resistencia.[27]
El gobernador telegrafió a Díaz el 12 de abril que la misión de Velardeña se había cumplido con éxito. González Garza añadía que sus "procedimientos algo enérgicos" habían puesto fin al desorden, y don Porfirio contestó: "Gracias." Pero las noticias de la matanza se difundieron rápidamente. El Tiempo informaba que después de los fusilamientos el jefe político ordenó que se silenciaran los detalles del enterramiento y que las familias de las víctimas fueran transportadas a otros estados. El San Francisco Call mencionaba treinta muertos, muchos heridos y no pocas propiedades estadunidenses destruidas. Debido a las implicaciones internacionales, el gobierno tuvo que aparentar una averiguación a fondo de los sucesos.[28]
Se exhumaron los cadáveres de los mineros para verificar los fúsilamientos; todo era cierto. Los funcionarios menores que habían mandado los pelotones de fusilamiento decían que lo habían hecho por ordenes del jefe político. Los abogados de González Garza lo situaban muy lejos de Velardeña en los días de la matazón, pero el testimonio del teniente de rurales puso las cosas en claro, considerándolo "un charro de verdad, inteligente y de buen comportamiento". El sacerdote Valenzuela quiso suicidarse en su celda de la cárcel, lo dejaron salir bajo fianza, pero se le seguía acusando de sedición, robo e incendio. El jefe militar que había prendido la conflagración parecía que andaba ocultándose por la sierra de Oaxaca.[29]
Velardeña confirmó lo peor, conocido y sospechado, de las preocupaciones morales y sociales porfirianas, pero los que debían al régimen sus puestos y su bienestar todavía aplaudieron la decisión del dictador de mantener el orden y defender sus ganancias. Mientras Díaz demostró su habilidad en tal empeño, estuvo políticamente seguro. Hubo críticas pero no indignación en 1908 cuando unos pocos cientos de indígenas yaquis levantiscos y miles de pacíficos fueron deportados de su patria chica de Sonora y enviados a Yucatán y el sur de México, necesitados de mano de obra. Los empresarios de Sonora no acogieron muy bien la pérdida de sus trabajadores, por lo tanto Díaz ganó y perdió con aquel traslado.[31] Tampoco hubo protesta digna de mención cuando los rurales literalmente doblaron las espadas golpeando peones para que cumplieran sus tareas en la plantación de caña Oaxaqueña, en Veracruz.[32] Los capitalistas, acosados por desquiciantes cambios económicos, temían que resurgieran las turbulencias de principios del siglo pasado si Díaz, ya casi de ochenta años, moría en el puesto, y por eso le apremiaban para que designara un sucesor.[33] Mientras tanto, dejaban al dictador manejar las compuertas contra el desorden, y no osaban admitir cuán alto era el'oleaje del sentimiento nacional contra él.
[1] López-Portillo y Rojas, Elevación y caída, pp.. 247-248.
[2]Reynolds, Mexican economy, p. 25; Anderson, Workers and politics, pp. 21-22; Landes, Unbound Prometheus, p. 78; Meyer, Problemas campesinos, p. 223; W. Arthur Lewis, The evolution of the international economic order, pp. 47-52; Randall, Comparative economic, pp. 177-178.
[3]D'Olwer et al., Porfiriato: vida económica, 2, pp. 639-642, 658-660; Reynolds, Mexican economy, p. 137; Anderson, Workers and politics, pp. 29-30; Meyer, Problemas campesinos, pp. 222-225; Cumberland, Madero y
[4] David M. Pletcher, "Fall of Silver", pp. 34-42; Delorme, "Political Basis", pp. 185 ss.; Aston, "Limantour", pp. 119-130; Kemmerer, Modern currency, pp. 467, 475-477, 484-488; Valadés, Porfirsmo, I, pp. 109-110; Andrew, "Mexican Dollar", p. 321; Ochoa Campos, Revolución mexicana, I, p. 240; Randall, Comparative economic, p. 176.
[5] Gaines, "Silver Standard", pp. 277-284; Delome, "Political Basis", pp. 191 ss.; Pletcher, "Silver", pp. 50-52; Rosenzweig, Porfiriato; vida económica, 2, pp. 425, 699; Butt, "Where Silver Rules", pp. 3-9, 16; Kemmerer, Modern currency, pp. 497-501; Thompson, People of Mexico, pp. 353-354; Ramón E. Ruiz, Labor and the ambivalent revolutionaries, 1911-1913, p. 11.. (Todos los precios de este párrafo están en dólares y centavos estadunidenses.)
[6] Weyl, "Labor Conditions", p. 36; Butt, "Where Silver Rules", pp. 3-6; McCaleb, "Public Finances", p. 182; Kemmerer, Modern currency, p.488; Pletcher, "Fall of Silver", pp. 40-47; Bernardo García Martínez, "
[7] Vernon, Mexican Development, p. 54; Cumberland, Madero y la revolución. p. 21. González Navarro, "Braceros", p. 264; McCaleb, "Public Finances", pp. 187-188; Renderson, "Félix Díaz", pp. 43-45; Ruiz, Ambivalent revolutionaries, pp. 8-9; Robert Sandels, "Antecedentes de
[8] Sandels, "Antecedentes", pp. 396-397.
[9] Para opiniones de Díaz respecto de los trabajadores véase Anderson, Workers and politics, pp. 36,122-124,127-128,142, 157-158; Martin, México of the XXth Century, 2, p.215; Alexius, "Army", pp. 281-282.
[10] Jean A. Meyer, The cristero rebellion: the Mexican people between Church and State, 1926-1929, pp. 9-10; Anderson, Workers and politics, pp. 44-46, 50-55, 59, 88-89, 92-94, 138-188; Alberto Bremauntz, Panorama social de las revoluciones de México, pp. 137-138; David C. Bailey, Viva Cristo Rey The cristera rebellion and Ckurch-State conflict in México; pp. 14-19; Ruiz, Ambivalent revolutionaries, pp. 7-10.
[11] Alexius, "Army", pp. 279-280; Anderson, Workers and politics, pp. 95, 103-108, 127-128; Niblo, "Political Economy", pp. 100-101, 105-113, 135-145; Ochoa Campos, Revolución mexicana 2, pp. 137-138, 271; Bremauntz, Panorama, pp. 137-138; Cosío Villegas, Porfiriato: vida politica, 2, p. 720.
[12] Coolidge, Fighting men, pp. 213-216; Anderson, Workers and politics, p. 110; Herbert O. Breyer, "The Cananea Incident", New Mexico Historical Review 13, núm. 4 (octubre de 1938), Pp. 390-392; El Imparcial, 26 de junio de 1906, pp.1, 3; Hermosillo, Sonora, Archivo General del Estado de Sonora, Ramo de Gobernación, tomo 2184, Exp. Originales de la huelga. (En adelante citaremos: Archivo de Sonora.)
[13] Anderson, Workers and politics, pp. 110-111; Archivo de Sonora, tomo 2184, Exps Mensajes cambiados; Cartas y telegrarnas; Huelga de Cananea; Diversas listas y relaciones; Disturbios políticos relacionados con la huelga y posteriores a ella; Cartas, proclamas y discursos de los liberales; El Heraldo de Cananea, 9 de junio de 1906, p.1; Hart, Anarquismo y clase obrera, pp. 121-124. México, D.F., Patronato de
[14] El Diario del Hogar, 16 de junio de 1909, pp. 1-2; Archivo de Sonora, tomo 2184, Exp. Mensajes cambiados, y Exp. Pliego; Patronato de Sonora, vol. 22, núms. 174-295, y vol. 23, núms. 1-299. Las citas son del Archivo de Sonora, tomo 2184, Exp. Mensajes cambiados. De Corral a Izábal, 8 de junio de 1906 y Patronato de Sonora, vol. 22, núms. 224-226; De Izábal a Corral, 2 de junio de 1906.
[15] El Diario Oficial, México, D.F., 28 dejunio de 1906, p.1; El Imparcial, 6 dejunio de 1906, p.1; 29 de junio de 1906, pp.1, 3; Archivo de Sonora, tomo 2184, Exp. Mensajes cambiados; Patronato de Sonora, vol. 22, núms. 221, 228, 236-238; vol. 23, núm. 12. La cita es del Patronato, vol. 23, núms. 51-53. De Corral a Izábal, 6 de junio de 1906.
[16] El Cosmopolita, Orizaba, 24 de junio de 1906, citado en Ánderson, Workers and politics, p. 114.
[17] Cosío Villegas, Porfiriato: vida politica, 2, p.733; Anderson, Workers and politics, pp. 119-120, 202-204; Alexius, "Army", pp. 299-300; Ochoa Campos, Revolución Méxicana 2, pp. 250-252; Edward M. Conlcy, "The Anti-Foreign Uprising in Mexico", The world today, 1906, pp. 1059-1062; Hart, Anarquismo y clase obrera, p. 125.
[18] APD, Leg. Lxv, núms. 002525, 1 de octubre de 1906; 002629, 3 de octubre de1906; 00312-00316, y 000462 [enero de 1907]; El Imparcíal, 3 de octubre de 1906, p.1; EI Nacional, 15 de febrero de 1959, pp. 3 y 9; 22 de febrero de 1959, pp. 3 y 8 Mexican Herald, 3 de octubre de 1906, pp. 1-2; 4 de octubre de 1906, p. 2; El País, 2 deoctubre de 1906, p. 1; Alexius, "Army", pp. 291-294; Padua, Movimiento revolucionario, pp. 8-12; Jalapa, Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, Leg. 1906, Exps.passím; Trens, Veracruz, pp 378-385.
[19] APD, Leg. LXV, núms. 002541, 2 de octubre de 1906; 002554, 2 de octubre de 1906; 002591, 2 de octubre de 1906; 002616, 2 de octubre de 1906; 002717, 6 de octubre de 1906; 003335, 25 de octubre de 1906; 003496, 31 de octubre de 1906; Leg. LXVI, núm. 000381, 3 de enero de 1907; El Imparcial, 3 de octubre de 1906, p.1; Períodico Oficial, Veracruz, 6 de octubre de 1906, pp.1-2; El Nacional, 15 de febrero de 1959, pp.3, 9; 22 de febrero de 1959, pp.3, 8, Mexican Herald, 3 de octubre de 1906, pp.1-2; 4 de octubre de 1906, p.2; La patria, 7 de octubre de 1906, p.1; El País, 7 de octubre de 1906, p.1; ElDictamen, 2 de octubre de 1906, p.2; 8de octubre de 1906, p.2; 8 de octubre de 1906, p.2; 11 de octubre de 1906, p.1; Alexius, "Army", pp.291-294; AGN, Leg. 1906, Exp. Partes.
[20] Anderson, Workers and polític, pp. 138-146, 148,155.
[21] Cosío Villegas, Porfirato: vida política, 2, pp. 718-719; Anderson, Workers and polítics, pp. 138-146 y 150-155; Moises González Navarro, "Las huelgas textiles en el porfiriato", Historia Mexicana, 6 núm.2, octubre-diciembre de 1956, p. 85; AGN, Leg.718, Exp. Huelga de las fábricas; Exp. Huelguistas.
[22] Anderson, Workers and polítics, pp.267-269; AGN, Leg. 718, Exp.Huelga de las fábricas; Exp. Huelguistas.
[23] El Imparcial, 8 de enero de 1907, p.1; 9 de enero de 1907, pp.1-2; l0 de enero de 1907, pp.1-2; 11 de enero de 1907, pp.1-2; 12 de enero de 1907, p.2; 16 de enero de 1907, p.2; El Dictámen,:, 6-7 de enero de 1907, p.1; 8-9 de enero de 1907, p.1; 10-11 de enero de 1907, p.1; 14-15 de enero de 1907, p.2; 18 de enero de 1907, p.1; El Tiempo, 4 de enero de 1907, p.2; 5 de enero de 1907, p.2; 6 de enero de 1907, p.2; 9 de enero de 1907, p.2; 10 de enero de 1907, p.2; 15 de enero de 1907, p.2; 16 de enero de 1907, pp.2-3; 17 de enero de 1907, p.2; Anderson, Workers and polítics, pp.163-164; Alexius, "Army", pp.284-285; Daniel Gutiérrez Santos, Historia militar de México; 1876-1914, pp.40-42; Florencio Barrera Fuentes, Historia de la revolución mexzcana: la etapa precursora, pp.213-222; Carlo de Fornaro, México tal cual es: comentarios por Carla de Fornaro, p.57; Moisés González Navarro, "La huelga de Rio Blanco", Historia Mexicana 6, núm. 4, abril-junio de 1957, pp.510-532; AGN, Leg.718, Exp.Huelga de las fabricas y Exp.Huelguistas; El Clarín, Orizaba, 9 de julio dc 1959, p.2, Washington, D.C., National Archives, Records of the Department of State, Consular Reports for Mexico, Numerical Case Files, 1906-1910, vol.356, case 3916, Report of William W. Canada, US Consul en Veracruz, 2 de febrero de 1907; Correspondencia relativa a la huelga de Río Blanco en Orizaba, enero de 1907; Luis Araiza, Historia del movimiento obrero mexicano, pp.11, 126; Hart, Anarquismo y clase obrera, pp. 130-134.
[24] APD, Leg. LXVI, núms. 000018, 000109-000113 y 000118, todos del 7 de enero de 1907; 000159 y 000165-000174, 8 de enero de 1907; 000255, 11 de enero de 1907; Alexius, "Army", p.284; González Navarro, "Huelgas" p.88 Anderson Workers and politics, pp.133,146,163-166,176, 197; ElPaís, l2 de enerodel907 p.1 EI Imparcial, 13 de enero de 1907, p.1;16 de enero de 1907, p.2 El Dictámen 14 15 de enero de 1907, p.2; 18-19 de enero de 1907, p.1; El Tiempo, 12 de enero de 1907, p.2, 16 de enero de 1907, pp.2-3; US Department of State, Consular Reports forMexico, Numerical Case Files, 1906-1910, vol. 356, case 3916, correspondencia Orizaba Para la declaración de Herrera, véase Trens, Veracruz, 6, pp.394 398 para la política federal y estatal después de la represión, véase Trens, Veracruz, 6, pp. 398-404.
[25]
[26] AGN, Leg. 711, Exp. Velardeña; México Nuevo, 20 de mayo de 1909, p.1.
[27] Patronato de Sonora, vol. 52, núms. 123-168, 292; AGN, Leg. 711, Velardena;
[28] APD, Leg. LXVHI, núm. 001543, 11 de abril de 1909; núm. 001554, 12 de abril de 1909; AGN, Leg. 711, Exp. Velardena; El Tiempo, 4 de junio de 1909, p. 2; 5 de junio de 1909, p. 2; 9 de junio de 1909, p. 2; 12 de junio de 1909, pp.2-3;13 de junio de 1909, p.2.
[29]
[30]
[31] Hu-De-Hart, "Yaquis", pp. 84-89; APD, Leg. XXXIII, núm. 000109, 26 de enero de 1908; Patronato de Sonora, vol. 19, núm. 187,18 de febrero de 1905; Beene, "Corral", pp.122-124; Antonio Manero, El antiguo régimen y la revolución, pp. 188-189; Evelyn Hu-De-Rart, "Resistance and Survival: A History of the Yaqui People's Struggle for Autonomy, 1533-1910", pp. 322-326, 368.
[32] AGN, Leg. 980, Exp. Juan J. Jiménez; Alexius, "Army", pp. 294-299; APO, Leg. LXV, núms. 004455-004456 y 004504-004505, 28 de diciembre de 1906; Leg. LXVI, núms. 000019, 000065-000069 y 000121-000122, 7 de enero de 1907; RDS, 812.00/1032, el Commander of USS Tacoma al Acting Secretary of Navy and Department of State, 20 de marzo de 1911.
[33] Alfonso Taracena, Porfirio Díaz, pp. 152-153; Moses, Railway revolution, p. 13.
No hay comentarios:
Publicar un comentario